Dios acepta a los que se le acercan con fe, sin nada en las manos más
que la confesión de sus pecados. Esta es la más alta dignidad a la que
aspiramos normalmente, a entender nuestra propia hipocresía,
insinceridad y superficialidad; a reconocer, cuando rezamos, que no
somos capaces de rezar como conviene, arrepentirnos de nuestros
arrepentimientos frustrados, y a someternos completamente al juicio de
Dios que, si bien puede ser exigente con nosotros, nos ha manifestado
su amor y su bondad al mandarnos rezar. Mientras nos comportamos así,
nos iremos dando cuenta de que Dios lo sabe todo antes de que se lo
digamos, y mucho mejor que nosotros. Él no necesita enterarse de
nuestra ínfima valía. Lo nuestro es rezar con el espíritu y el tenor
del mayor abajamiento, pero no necesitamos buscar palabras con que
expresarlo adecuadamente, porque en realidad no hay palabras demasiado
malas para nuestro caso. Hay hombres disconformes con la confesión de
los pecados que se hace en la Iglesia porque les parece demasiado
suave; pero es que no puede ser más fuerte. Contentémonos con esas
palabras moderadas que se han usado siempre; será muy buena cosa si
entramos en ellas. No hace falta buscar palabras apasionadas para
expresar el arrepentimiento cuando ni siquiera entramos como es debido
en las expresiones más corrientes.
Así pues, cuando ores, no seas como los hipócritas, que actúan hacia fuera, ni hagas vanas repeticiones como los paganos. Calmémonos, pongámonos en silencio y de rodillas como quien se prepara para algo que le supera, dispongamos nuestro espíritu para nuestra imperfección de orantes, repitamos mansamente las palabras de nuestra maestra la Iglesia y hagamos nuestro el deseo de los ángeles de comprenderlas. Cuando llamamos a Dios nuestro Padre Todopoderoso o nos reconocemos miserables pecadores y le pedimos que nos perdone, acordémonos de que, aunque estemos usando una lengua extraña, Cristo está pidiendo por nosotros con esas mismas palabras y con un completo entendimiento de ellas y poder efectivo; y que aunque no sabemos lo que debiéramos pedir, el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inenarrables.
Así pues, cuando ores, no seas como los hipócritas, que actúan hacia fuera, ni hagas vanas repeticiones como los paganos. Calmémonos, pongámonos en silencio y de rodillas como quien se prepara para algo que le supera, dispongamos nuestro espíritu para nuestra imperfección de orantes, repitamos mansamente las palabras de nuestra maestra la Iglesia y hagamos nuestro el deseo de los ángeles de comprenderlas. Cuando llamamos a Dios nuestro Padre Todopoderoso o nos reconocemos miserables pecadores y le pedimos que nos perdone, acordémonos de que, aunque estemos usando una lengua extraña, Cristo está pidiendo por nosotros con esas mismas palabras y con un completo entendimiento de ellas y poder efectivo; y que aunque no sabemos lo que debiéramos pedir, el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inenarrables.